miércoles, 9 de abril de 2014

Revisando nuestros corazones.... ¿El tuyo está sincronizado con el de Dios?

Todos luchamos con el pecado. De cuando en cuando todos caemos en la tentación. Todos tenemos faltas de carácter de las cuales ni siquiera estamos conscientes. Un corazón endurecido no es un corazón que esté necesariamente en rebelión consciente contra Dios. Es un corazón que ya no siente la convicción de Dios. Por lo tanto, ¿cómo puedes determinar si el tuyo es un corazón endurecido? No siempre e es obvio. Después de todo el endurecimiento se traduce en entumecimiento y a veces el entumecimiento, por su definición, es difícil de detectar. Es posible mantener una rutina religiosa impecable mientras nuestros corazones son duros como el acero. Es más, por causa de nuestra naturaleza humana tratamos de compensar la desobediencia sobresaliendo en otras áreas. Como resultado, una sorpresiva cantidad de las personas más endurecidas del mundo son tremendamente religiosas.

Así que, ¿cómo evaluamos nuestra situación? ¿Cómo sabemos si nos hemos entumecido y hemos permitido que nos salgan callos ante el llamado del Espíritu Santo en nuestra vida?
El verdadero examen del endurecimiento del corazón se halla en una simple ecuación: el grado del endurecimiento del corazón de una persona equivale a la disparidad entre lo que acongoja a esa persona  y lo que acongoja a Dios.

Las preguntas a hacernos son: ¿Me acongojan las mismas cosas que acongojan a Dios? ¿Siento lo que Dios siente? ¿Me molestan las cosas que  molestan a Dios? ¿Está mi corazón sincronizado con el corazón de Dios?

Todas las semanas, a través de las películas, los videos y la televisión, los cristianos se entretienen con las representaciones de los mismos pecados por los que Cristo murió. Sin embargo, en la mayoría de los casos, estos pecados no los acongojan en lo más mínimo. Por alguna razón no lo vemos como situaciones pecaminosas, especialmente si “somos de edad”. Después de todo, el sistema de clasificación de las películas nos dice que tenemos la edad suficiente para manejar esas cosas. Así que, ¿cuál es el problema? Consecuentemente, las escenas que romperían el corazón de Dios despiertan las risas y la celebración de tus hijos. Y, lo que es peor, raramente lo pensamos dos veces.

Tal vez nunca te hayas preguntado cómo se siente Dios en torno a las cosas que tú llamas entretenimiento. Después de todo, solamente te estás relajando con tus amigos. Pero la razón por la cual ese entretenimiento no te molestó es porque tú no eres sensible a esto. Esa es la naturaleza de un corazón endurecido. Cuando lo que acongoja a Dios ya no te acongoja a ti, tu corazón se ha endurecido. Cuando lo que molesta a Dios ya no te molesta a ti, tu corazón se ha endurecido.


Tu reacción al entretenimiento es solo una manera de evaluar el estatus de tu corazón. Existen muchas otras. Por ejemplo, toma tu Biblia y léela. ¿Qué acongojaba el corazón de Dios en el Antiguo Testamento? ¿Qué acongojaba el corazón de Jesús en el Nuevo Testamento? ¿De qué manera te impactan esas cosas? ¿Despiertan alguna emoción? Si es así, es probable que tú seas sensible al corazón de Dios. Quizá no seas perfectamente obediente en estas áreas pero, por lo menos, tu corazón es dócil. Sin embargo, si algo acongoja a Dios en las Escrituras pero a ti te deja pensando que quizá él exageró un poco, tal vez tengas un trabajo que hacer. Puede ser que se esté entumeciendo.

viernes, 28 de febrero de 2014

¿Alguna vez abusaste de 1 Juan 1:9?


La confesión expone nuestros secretos y liberta al corazón del opresivo poder de la culpa. Pero no estoy hablando de la clase de confesión a la que la mayoría de nosotros estamos acostumbrados, es decir, una simple admisión de culpabilidad en un incidente en particular. “Si mamá yo rompí el florero”. “Si cariño yo bebí la leche directamente de la botella de nuevo”. “Si oficial, el semáforo estaba en rojo”. Esa clase de confesión apacigua nuestra conciencia temporalmente, pero no hace nada para exponer los secretos más hondos que llevamos. Y son los secretos que mantienen nuestro corazón en conflicto.Peor todavía, esta clase de confesión en realidad puede alimentar la conducta destructiva en lugar de refrenarla, lo que conduce a más secretos y mayor culpa.

(…) La confesión era para aliviar la culpa. Sabía incluso cuando me estaba confesando que volvería al día siguiente para revelar los mismos pecados. Mi rutina no tenía nada que ver con el cambio. Simplemente quería sentirme mejor.

Lo más probable  es que usted también  haya jugado su propia versión del juego de la confesión. Algunos se confiesan ante un religioso, otros se confiesan directamente ante Dios, pero ninguno de nosotros en realidad se interesa en cambiar algo. Sin embargo, es seguro que nos sentimos mejor en cuanto a nosotros mismos. La nube se levanta. La pizarra queda limpia. Y ahora que hemos saldado cuentas con Dios, pensamos tal vez que él está de nuestro lado. No obstante, ¿se pondría usted del lado de alguien que lo trató de esa manera?

(…) Digámoslo tal como es: nuestro enfoque de la confesión es un insulto a nuestro Padre Celestial. De seguro ni soñaríamos en continuar manteniendo una relación con alguien que nos tratara de esa manera. Es bueno que el amor de Dios sea condicional… de otra forma, todos estaríamos en problemas.

¿Qué es lo que anda mal? ¿Por qué este ciclo interminable? ¿Cómo es que permitimos que la confesión se vuelva una herramienta que facilita nuestro pecado en lugar de terminarlo? Pues bien, me alegro de que lo preguntara. O de que se lo haya preguntado yo.  En cualquier caso esa es una gran pregunta que merece consideración.

Jugamos el juego de la confesión porque en algún punto en el camino se nos enseñó que el propósito de la confesión era aliviar la conciencia. Es decir, nos confesamos a fin de lograr que nosotros mismos nos sintamos mejor por lo que hemos hecho. Y si quiere darle un giro teológico al asunto, confesamos porque pensamos que eso de alguna manera ayudará a Dios a sentirse mejor por lo que nosotros hemos hecho. De acuerdo a nuestra manera torcida de pensar, la confesión regresa todo a la manera en que era antes de que hubiéramos hecho cualquier cosa que nos hizo sentir que necesitábamos confesarnos.

Pero vamos, eso ni siquiera tiene sentido. ¿Cómo puede el hecho de confesarle a Dios lo que usted le hizo a otra persona corregirlo todo? ¿Cómo puede eso restaurar algo? ¿Qué pasa con la persona que sufrió la ofensa?

No solo no tiene sentido, sino que no resulta. Esta supuesta confesión no elimina nuestra culpa. Como un analgésico, nuestras oraciones fugaces de confesión le quitan el escozor a nuestro dolor, pero no curan la herida causada por nuestro pecado. Por eso usted se halla a repitiendo y confesando una y otra vez los pecados de su pasado. La culpa sigue allí.

Andy Stanley ("Viene de adentro")

jueves, 2 de enero de 2014

¿Tus buenas obras te permitirán entrar al cielo?



“¿Has pensado alguna vez cuan ofensivo es para Dios cuando tratamos de pagar su bondad? Dios ama al dador alegre porque Él es un dador alegre. Si nosotros, siendo malos, nos gozamos regalando, ¿cuánto más se alegrará Él? Si nosotros, como humanos, nos ofendemos cuando la gente quiere transformar nuestro regalo en un soborno, ¿cuánto más Dios?

Dedica algunos momentos a leer con calma la respuesta de Jesús a esta pregunta: ‘¿Qué debemos hacer para que nuestras obras sean las obras de Dios?’ (Juan 6:28).
Jesús contestó: ‘La obra de Dios es…’

¿Puedes ver a la gente inclinándose para no perderse palabra, mientras sus mentes vuelan? ‘¿Cuál será la obra que quiere que hagamos? ¿Orar más? ¿Dar más? ¿Estudiar? ¿Viajar? ¿Memorizar la Torah? ¿Cuál será la obra que quiere?’ Astuto el plan de Satanás. En lugar de tratar de alejarnos de la gracia, hace que dudemos de ella o que tratemos de ganárnosla… para que al final ni siquiera lleguemos a conocerla.
¿Cuál es, entonces, la obra que Dios quiere que hagamos? ¿Qué desea de nosotros? Que creamos, simplemente. Que creamos al que Él ha enviado. ‘La obra que Dios quiere que hagas es esta: Que creas en el que Él ha enviado’.

Quizás alguien que lea esto mueva la cabeza y pregunte: ‘¿Dices que es posible ir al cielo sin buenas obras?’ De nuevo, mi respuesta es no. Las buenas obras son una exigencia. Alguien más acaso pregunte: ‘¿Dices que es posible ir al cielo sin un buen carácter?’ De nuevo, mi respuesta es no. También se requiere un buen carácter.
Pero, ay, tenemos un problema. Careces de ambas cosas.

Ah, sí, has hecho algunas cosas buenas en tu vida. Pero no son lo suficientemente buenas como para entrar al cielo, a pesar de tu sacrificio. No importa cuán nobles sean tus regalos, no son suficientes para entrar al cielo.
Tampoco tienes suficiente buen carácter para entrar al cielo. Por favor, no quiero que te ofendas. (Y, de nuevo, oféndete si quieres). A lo mejor eres una persona decente. Pero la decencia no es suficiente. Los que ven a Dios no son decentes; son santos.

Tú puedes ser decente. Puedes pagar los impuestos y besar a tus hijos y dormir con una conciencia limpia. Pero sin Cristo no eres santo. Entonces, ¿cómo puedes ir al cielo?
Solamente creyendo.
Acepta la obra ya hecha, la obra de Jesús en la cruz.
Solamente creyendo.

Acepta la bondad de Jesucristo. Abandona tus buenas obras y acepta las de Él. Abandona tu propia decencia y acepta la de Él. Preséntate ante Dios en el nombre de Él, no en el nombre tuyo. “El que crea y sea bautizado será salvo; pero el que no crea será condenado” (Marcos 16:16)

¿Tan simple? Así de sencillo. ¿Tan fácil? Nada fue fácil en todo ese proceso. La cruz era pesada, la sangre era real y el precio exorbitante. Pudo habernos dejado en la calle a ti y a mí, así es que Él pagó por nosotros. Di que es simple. Di que es un regalo. Pero no digas que es fácil.
Llámalo como es. Llámalo gracia.”

“Porque por gracia sois salvos por medio de la fe; y esto no de vosotros, pues es don de Dios; no por obras, para que nadie se gloríe.” Efesios 2:8, 9.