Julio de 2012
Siempre supe que Dios existía. Cada tanto oraba para pedir
cosas que me satisfagan. Muchas veces se cumplían las peticiones (esto lo veo
ahora, a la distancia), pero jamás elaboré una oración de agradecimiento. Por
supuesto que me cansé de decir “¡Gracias Dios!” porque mi madre me dio permiso
para salir, porque conseguí un trabajo, porque el colectivo vino rápido. Y así
por diferentes hechos triviales.
Nunca había entendido lo que era Dios en verdad. Ni siquiera
tenía claro que era quien y no que. En varias oportunidades había
escuchado la frase: “Murió por nuestros pecados”, y tomaba esas palabras para
mi vida e incluso las repetía por ahí, sin saber realmente la magnitud de lo
que eso significaba para cada habitante de la Tierra, o lo que debería significarle
a cada uno de ellos. Por otra parte, desconocía de la existencia de una salvación.
En fin, creía que había un Dios porque mi madre lo amaba,
vivía estudiando la Biblia y me invitaba a la iglesia cada vez que podía.
También creía que había que llevar una buena vida para no ir al infierno.
Porque les aseguro que en alguna que otra ocasión dudé de la existencia del
Todopoderoso, pero vivía atemorizada por algo oscuro. Más allá de eso, me
sentía muy atraída por lo que me vendía el mundo, y compré un poco de cada
cosa, y hacía lo que me causaba placer. Y si lastimaba a alguien al satisfacer
mis placeres, pedía perdón. ¿Qué más daba? Sin embargo, volvía a hacer lo mismo
una y otra vez, durante años. Era tan fugaz lo que sucedía en esa antigua vida
que de muchas situaciones ya no tengo memoria.
Llegado un momento, no hace mucho tiempo atrás, comencé a
observar esa vida. Mi vida. Que ahora sé que no es mía. Su dueño comenzó a
meterse en mi corazón y me mostró cientos de veces que no estaba viviendo bien.
Me lo mostró a través de mi madre, de mis amigos, de mi familia, de mis
vecinos, de desconocidos ¡Cuántas veces! Hace poco pude ver y comencé a
ablandarme.
Fue entonces cuando llegué a la iglesia local donde por
primera vez entendí qué era ser salvo; hice mi oración de fe y esa tarde me
convencí a mí misma de que todo iba a ser diferente, que por fin iba a ser
feliz, porque creía lo que el Señor había hecho por mí.
Pero con eso no bastó…Me dediqué a orar, a esperar y a
contarle a mis seres queridos que me estaba congregando, y, desde luego,
prometí dejar de cometer actos pecaminosos. Lo que yo creía que era pecaminoso.
Hoy sé que no tengo que sentarme a esperar, que no sólo
tengo que orar, que tengo una vida nueva y debo demostrárselo a los demás. Para
eso tengo que salir de mi comodidad y empezar a pensar que seguramente me van a
esperar tribulaciones, porque Dios no es el genio de la lámpara, que nos
concede increíbles deseos y nos asegura vivir sin sufrimientos. No. Lo más
inexplicable, es que a pesar de ello, me gozo porque también sé que lo que Él
permita, va a ser perfecto. Porque la Palabra dice que su voluntad es
“agradable y perfecta”.
Es así que hoy siento la paz de saber que Él tiene el
control. Pase lo que pase, sea malo o bueno, lo va a permitir para algo. Hoy me
regocijo en su Palabra. Por fin me siento segura tras años de haberle dado la
espalda. ¡Cuántas oportunidades que me dio!
Obediencia. Es palabra que me saluda cada mañana. Para mí,
lo es todo, porque dentro de esa obediencia (que por nuestra condición de seres
totalmente imperfectos, no creo que podamos tenerla al pie de la letra) está implicada la confianza hacia al Padre,
el poder descansar en Él, sabiendo que si me encargo de sus cosas, Él se va a
encargar de las mías. Eso no significa que tengo que quedarme quieta, al
contrario, tengo que moverme. Y eso de moverse…
Hasta el momento, pensé que tenía más o menos claro el tema
del cristianismo, pero la realidad me mostró que no conocía nada, que no veía
la dimensión de la obra y de los mandamientos del Señor. ¡No sabía de la
importancia de las misiones! Del sacrificio que están haciendo miles de
personas sirviendo a nuestro Padre Celestial en diferentes ciudades del mundo.
No sólo era creer, bautizarse y hablar de Cristo a los que querían escuchar. La
tarea que nos compete es mucho más amplia y formidable. “…pero recibiréis
poder, cuando haya venido sobre vosotros el Espíritu Santo, y me seréis
testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaria, y hasta lo último de la
tierra” (Hechos 1: 8).
HASTA LO ÚLTIMO DE LA TIERRA. Resuena como un eco en mi cabeza. "Y les dijo: Id por todo
el mundo y predicad el evangelio a toda criatura" (Marcos 16:15). ID POR TODO EL MUNDO. Resuena
como un eco en mi cabeza. No puedo describir lo que me despiertan estas palabras.
Siento que una llama se encendió.